“No hay Iglesia sin Pentecostés y no hay Pentecostés sin la Virgen María“ - Benedicto XVI
El pasaje con el que S. Lucas describe la primera comunidad de Jerusalén incluye la presencia de María. Ella se encuentra entre los personajes centrales que forman el puente entre la historia de Jesús y el camino de la Iglesia. El relato de Hch 1, 14 constituye un sumario que corresponde a la tradición más antigua de la Iglesia jerosolimitana, y podemos aseverar que recoge una de las primeras afirmaciones de la Iglesia sobre María. La presenta como “la Madre de Jesús”. Sin duda alguna, aunque Pedro sea cabeza de los Once, María representa el corazón del grupo, el núcleo aglutinador de todos los que se han reunido para orar y prepararse para la venida del Paráclito. Aquí puede apreciarse, como afirma Juan Pablo II que “la dimensión mariana de la Iglesia antecede a su dimensión petrina, aunque ambas sean complementarias“ (Alocución 22-12-1987).
Es necesario señalar el desarrollo doctrinal y la continuidad que existe entre el Evangelio de S. Lucas y los Hechos. Para S. Lucas la Iglesia naciente que se describe en Hch 1,14 es el cumplimiento de la historia de Israel. Todos los demás personajes que aparecen en la infancia de Jesús (Isabel, Zacarías, Juan Bautista, Simeón) han desaparecido, y sólo María permanece en la nueva comunidad. Ella, que viviendo en fidelidad a Jesús se convierte en prototipo del verdadero Israel, es ahora prototipo de la Iglesia naciente. La Hija de Sión aparece como el vínculo de unión entre el Nuevo y el Antiguo Testamento.
María ora con la primera comunidad. Ella, maestra de oración, siempre dócil a la suave voz del Paráclito, enseña a los discípulos a esperar con confianza al Don que viene de lo alto: el Espíritu prometido por Jesús como fruto de su muerte y resurrección. Así como en la Encarnación el Espíritu había formado en su seno virginal el cuerpo físico de Cristo, así ahora, en el Cenáculo, el mismo Espíritu viene para animar su Cuerpo Místico.
María ha tenido ya experiencia de la acción del Espíritu Santo, puesto que a su poder creador debe Ella su maternidad virginal. Pero “era oportuno que la primera efusión del Espíritu sobre Ella, que tuvo lugar con miras a su maternidad divina, fuera renovada y reforzada. En efecto, al pie de la cruz, María fue revestida con una nueva maternidad, con respecto a los discípulos de Jesús. Precisamente esta misión exigía un renovado don del Espíritu. Por consiguiente, la Virgen lo deseaba con vistas a la fecundidad de su maternidad espiritual“ (Juan Pablo II, Ibid.).
Benedicto XVI ha señalado que “no hay Iglesia sin Pentecostés y no hay Pentecostés sin la Virgen María“ (Regina Coeli 23-5-2010). Y es que María, por su profunda humildad y su amor virginal, se ha convertido en Esposa del Espíritu Santo. Por su fe, esperanza y caridad, María es tipo de la Iglesia. Ella está tan vacía de sí misma y tan llena de amor a la voluntad de Dios, que el Espíritu Santo se complace en inundar continuamente su alma y escuchar sus ruegos por la Iglesia naciente.
Pero esta experiencia de oración con María para invocar al Espíritu Santo no es algo que pertenezca al pasado. El Papa Benedicto afirma que “en cualquier lugar donde los cristianos se reúnen en oración con María, el Señor dona su Espíritu” (Ibid.). Tengamos el coraje y la generosidad de renovar nuestra oración unidos a la siempre Virgen. Pidámosle a Ella que interceda por nosotros ante Jesús para que, como en las bodas de Caná, se dirija a su Hijo para decirle: “No tienen vino“. Con su poderosa intercesión, Ella nos alcanzará un renovado Pentecostés para nuestras almas y para toda la Iglesia.
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