La Santísima Trinidad - "Un sólo Dios, un solo Señor"

"Un sólo Dios, un solo Señor"

El Misterio

El misterio de la Santísima Trinidad consiste en que Dios es uno solo y en Él hay tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

El misterio de la Santísima Trinidad nos ha sido revelado por la Persona, palabras y acciones de Jesucristo. Después de haber hablado por los Profetas, Dios envió a su Hijo, Jesucristo, quien nos dio la Buena Nueva de la salvación. Este es el mensaje de l Nuevo Testamento. Con sus palabras y acciones, y especialmente en su sagrada Persona, Jesús nos dio a conocer las más profundas verdades acerca de Dios. La Trinidad es el misterio más profundo.

Jesús nos ha revelado los secretos del Reino de los Cielos. La suprema de sus enseñanzas es el secreto de Dios mismo. Nos ha hablado de la vida de Dios. Nos enseñó que Dios, siendo uno solo, hay en El tres Personas iguales. Nos dijo sus nombres: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Jesucristo se presentó a Sí mismo como el eterno y divino Hijo de Dios. Afirmó que es el Hijo, el Unigénito del Padre, igual al Padre.

Jesús nos reveló más plenamente al Padre. Siempre hablaba de su Padre llamándole por este nombre. Nos enseñó a amar a nuestro Padre celestial porque nos ama. Él quiere ayudarnos en todas las necesidades de alma y cuerpo. Quiere llevar a sus hijos a su hogar del Cielo.

Jesús reveló la tercera Persona divina, el Espíritu Santo. El Padre y el Hijo, después de la Resurrección, lo enviaron a la Iglesia. Jesús había prometido enviar la tercera Persona, Dios igual que El mismo y el Padre.

Jesús, el Divino Maestro, habló a sus discípulos acerca del verdadero Dios y los llamó a ser hijos de Dios por el don del Espíritu.

Honramos a la Santísima Trinidad siempre que tomamos conciencia de que Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo están presentes en nuestra alma. Le honramos asimismo cuando tratamos de entender con la ayuda de la fe que por el Bautismo estamos llamados a íntima unión de amor con las tres divinas Personas.

El Catecismo

«Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». (Mt 28, 19)

El Padre y el Hijo revelados por el Espíritu

243 Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de "otro Paráclito" (Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn 1,2) y "por los profetas" (Credo de Nicea-Constantinopla), estará ahora junto a los discípulos y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn 14, 16) y conducirlos "hasta la verdad completa" (Jn 16, 13). El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre.

244 El origen eterno del Espíritu se revela en su misión temporal. El Espíritu Santo es enviado a los Apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al Padre (cf. Jn 14,26; 15,26; 16,14). El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús (cf. Jn 7,39), revela en plenitud el misterio de la Santa Trinidad.

245 La fe apostólica relativa al Espíritu fue confesada por el segundo Concilio ecuménico en el año 381 en Constantinopla: "Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre" (DS 150). La Iglesia reconoce así al Padre como "la fuente y el origen de toda la divinidad" (Cc. de Toledo VI, año 638: DS 490). Sin embargo, el origen eterno del Espíritu Santo está en conexión con el del Hijo: "El Espíritu Santo, que es la tercera persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de la misma sustancia y también de la misma naturaleza: Por eso, no se dice que es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el espíritu del Padre y del Hijo" (Cc. de Toledo XI, año 675: DS 527). El Credo del Concilio de Constantinopla (año 381) confiesa: "Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria" (DS 150).

246 La tradición latina del Credo confiesa que el Espíritu "procede del Padre y del Hijo (filioque)". El Concilio de Florencia, en el año 1438, explicita: "El Espíritu Santo tiene su esencia y su ser a la vez del Padre y del Hijo y procede eternamente tanto del Uno como del Otro como de un solo Principio y por una sola espiración...Y porque todo lo que pertenece al Padre, el Padre lo dio a su Hijo único, al engendrarlo, a excepción de su ser de Padre, esta procesión misma del Espíritu Santo a partir del Hijo, éste la tiene eternamente de su Padre que lo engendró eternamente" (DS 1300-1301).

247 La afirmación del filioque no figuraba en el símbolo confesado el año 381 en Constantinopla. Pero sobre la base de una antigua tradición latina y alejandrina, el Papa S. León la había ya confesado dogmáticamente el año 447 (cf. DS 284) antes incluso que Roma conociese y recibiese el año 451, en el concilio de Calcedonia, el símbolo del 381. El uso de esta fórmula en el Credo fue poco a poco admitido en la liturgia latina (entre los siglos VIII y XI). La introducción del Filioque en el Símbolo de Nicea-Constantinopla por la liturgia latina constituye, todavía hoy, un motivo de no convergencia con las Iglesias ortodoxas.

248 La tradición oriental expresa en primer lugar el carácter de origen primero del Padre por relación al Espíritu Santo. Al confesar al Espíritu como "salido del Padre" (Jn 15,26), esa tradición afirma que este procede del Padre por el Hijo (cf. AG 2). La tradición occidental expresa en primer lugar la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo diciendo que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque). Lo dice "de manera legítima y razonable" (Cc. de Florencia, 1439: DS 1302), porque el orden eterno de las personas divinas en su comunión consubstancial implica que el Padre sea el origen primero del Espíritu en tanto que "principio sin principio" (DS 1331), pero también que, en cuanto Padre del Hijo Unico, sea con él "el único principio de que procede el Espíritu Santo" (Cc. de Lyon II, 1274: DS 850). Esta legítima complementariedad, si no se desorbita, no afecta a la identidad de la fe en la realidad del mismo misterio confesado.


Oración de Beata Isabel de la Trinidad

¡Oh Dios mío, trinidad adorable, ayúdame a olvidarme por entero para establecerme en ti!
¡Oh mi Cristo amado, crucificado por amor! Siento mi impotencia y te pido que me revistas de ti mismo, que identifiques mi alma con todos lo movimientos de tu alma; que me sustituyas, para que mi vida no sea más que una irradiación de tu propia vida. Ven a mí como adorador, como reparador y como salvador...
¡Oh fuego consumidor, Espíritu de amor! Ven a mí, para que se haga en mi alma una como encarnación del Verbo; que yo sea para él una humanidad sobreañadida en la que él renueve todo su misterio.
Y tú, ¡oh Padre!, inclínate sobre tu criatura; no veas en ella más que a tu amado en el que has puesto todas tus complacencias.

Por: Walter Otero 
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