El Culto Divino en tiempos de Pandemia - Card. Robert Sarah



En muchos países, la práctica del culto cristiano se interrumpió por la pandemia de Covid-19. Los fieles no pueden reunirse en las iglesias, no pueden participar sacramentalmente en el sacrificio eucarístico.

Esta situación es fuente de gran sufrimiento. También es una oportunidad que Dios ofrece para comprender mejor la necesidad y el valor del culto litúrgico. Como cardenal prefecto de la congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos, pero sobre todo en comunión profunda en el humilde servicio de Dios y de su Iglesia, deseo ofrecer esta meditación a mis hermanos en el episcopado y en el sacerdocio y al pueblo de Dios para tratar de aprender algunas lecciones de esta situación.

A veces se ha dicho que debido a la epidemia y al confinamiento ordenado por las autoridades civiles, se suspendió el culto público. Esto es incorrecto. El culto público es el culto hecho a Dios por todo el cuerpo místico, la cabeza y los miembros, como lo recuerda el Concilio Vaticano II: “Efectivamente para realizar una obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres son santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y Él tributa culto al Padre eterno. Con razón, pues, se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro. En consecuencia, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo tulo y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia” (Sacrosanctum Concilium 7). “Este culto se tributa cuando se ofrece en nombre de la Iglesia por las personas legítimamente designadas y mediante aquellos actos aprobados por la autoridad de la Iglesia” (Código de Derecho Canónico, c 834).

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