LA SEÑAL DE LA CRUZ
La celebración litúrgica da inicio siempre con la señal de la cruz, que se marca sobre sí misma la persona que es convocada a celebrar la presencia sacramental de Cristo.
Este gesto ritual nace de una opción de fe y de un estilo de vida que involucra la dimensión ordinaria de la existencia del cristiano; gesto que se enseña desde el primer momento de la existencia bautismal puesto que ha de caracterizar cada instante y asegurar todo el camino de la vida del fiel.
La cruz es nuestro gran amor porque nos hemos prendido del glorioso Crucificado. Muchas veces, hacemos por costumbre esta señal o signo y pronunciamos las palabras “En el nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén”3 con una superficialidad que podría interpretarse como superficialidad del corazón o como un olvido del significado que este trazado de la mano expresa claramente. El día de nuestro bautismo fuimos inmersos en la “imagensemejanza” de la gloriosa cruz de Cristo. Cruz que se transformó en el corazón que palpita en nuestra vida, en la inspiración que anima nuestras decisiones, en la inteligencia que nos ayuda a comprender la realidad, en la fuerza que nos permite construir en forma auténtica nuestras relaciones interpersonales, en la luz que ilumina nuestro contacto con toda la realidad creada.
El trazar este signo en nuestra persona física expresa la voluntad de quien quiere crecer en referencia a la Pascua. Nada de nuestra persona humana y cristiana debe sustraerse al misterio de la cruz. Esta verdad tiene su necesaria traducción en algo visible. La interioridad se evidencia y se asienta en el signo, se convierte en una experienciaverdaderamente personalizada, expresa todas las fuerzas que el Espíritu Santo ha sembrado en nuestro corazón para que se pueda desarrollar en forma sincera y fecunda el misterio por el que la persona creyente ha sido implicada, conquistada, definida. Toda nuestra persona está marcada ya por esta verdad; es partícipe de esta condescendencia divina y goza de su fidelidad: canta con la vida de cada día que morir en el Señor tiene en sí, la luminosidad de la resurrección.
La señal hecha con la mano ilumina la “marca” que el Espíritu Santo ha impreso en nosotros donándonos el corazón nuevo prometido y soñado por los profetas. La palabra, a su vez, da significado al gesto. La cruz de Jesús vive del misterio escondido en Dios de recapitular en Cristo todas las cosas, porque “gracias a él, unos y otros, por un mismo Espíritu, tenemos acceso al Padre” (Ef 2, 18).4 La cruz abre el horizonte de nuestro corazón a la grandeza del amor trinitario y lo ilumina. La Santísima Trinidad es el origen de nuestra vida, es la fuente de nuestra abundancia humana y la meta de toda nuestra historia.
El hombre advierte en sí mismo el apremio de entrar en comunión con la fuente de la vida: el Padre, el Elijo y el Espíritu Santo, y en ellos y como ellos, con los hermanos, para vivir esa comunión que ha sido sembrada en su espíritu para desarrollar un inefable proceso de unidad. “Cuando me levanten de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32), dijo el Maestro. Esta riqueza anima cada una de nuestras celebraciones, que es iluminada en su totalidad por la cruz del Señor. Iniciamos, en efecto, la celebración en la fuerza de la Pascua para vivir en el Espíritu la comunión fraterna y la glorificación del Padre.
Las secuencias rituales que dan cuerpo a las asambleas litúrgicas viven del espíritu de la cruz, son su encarnación mientras difundan entre los participantes el entusiasmo de crear un auténtico misterio de unidad. No podemos vivir la comunión si no estamos profundamente inmersos en la fecundidad de la cruz y la verdad de la cruz se manifiesta en el crecimiento de comunión en la comunidad cristiana.
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